miércoles, 3 de marzo de 2010

La magia de la naturaleza

Cuando la inspiración me abandona, salgo a dar un paseo por los alrededores de mi casa y, sistemáticamente vivo la magia de la naturaleza.

Me considero privilegiada de vivir en un país con las cuatro estaciones bien marcadas. En invierno, cuando la cima de las montañas y las ramas de los árboles se visten de blanco, tengo la impresión de contemplar a una novia que, generosa, extiende su velo hacia el mundo equilibrado de la naturaleza.

Más adelante, al despuntar los retoños, lo que se perfila en mi espíritu es una adolescente deseosa de descubrir la vida, de ataviarse con los variados colores de la temporada. Entonces yo también me transformo en adolescente y me visto con esos verdes chillones que tanto me recuerdan a mi tierra.

Con el calor del verano los frutos maduran y las hojas, abandonando el verde encendido de su edad tierna para pasar a uno más discreto, se robustecen. El adolescente quedó atrás para dar paso a un adulto que, con toda su exuberancia, protege al ser humano de los rayos del sol y lo abanica con sus millares de dedos.

La estación que más aprecio es el otoño por el incendio de amarillos, naranjas y rojos y porque, cuando el frío y los vientos desvisten a los árboles, puedo contemplar en su plenitud los músculos de sus ramas y los nudos de sus articulaciones hasta llegar a la infinidad de extremidades superiores. Me parece entonces que miles de falanges se mueven cuando la bise, ese viento seco y helado proveniente del norte, sacude los tallos.